UN BOSQUE INMÓVIL, SIN ESPACIO
Un bosque inmóvil, sin espacio, pero
alimentado en la profundidad
envolvente del mundo. Su espesura,
de vientos y de pájaros no acoge
sobresalto ni sombra; se despliega
en llano vertical: azul pacífico,
oro pluvial, litúrgicos se traban
con púrpura feroz. Mas nada turba
aquella majestad.
Si das tus ojos
a la dominación, sientes cuajarse
un vértigo, un pueblo entreverado:
urdimbre de varones, instrumentos,
bestias, coronas, comunicaciones,
desperdicios de luz. Vértigo, pueblo
establecido donde nunca humana
respiración apagará el chasquido
de una hebra solar sobre la dura
conversión laminar, pueblo aplastado.
Callada tempestad. La vibratoria
existencia del sol, la que tortura
lívidas lomas, parameras turbias
en la tierra exterior, aquí sostiene
un lienzo musical: nervios de sombra,
como un árbol delante del crepúsculo,
no imponen pausa sino negro impulso
en la arbolada vidriería.
Es
un mundo. No músculos, cabellos;
no túnicas redondas, accidentes;
sólo estaturas, transparencias, fuegos.
No libros, atributos, gestos, lomos
hirvientes de corcel, águilas, cetros,
ballesteros y muerte; sólo una
cegadora, bruñida altanería.
En esta soledad, en esta altura
de la materia, la estructura adiestra
los gritos del color como, entre hombres,
una esbelta garganta dispondría
las cantidades de sonido. Canta
pero extiende silencio. No es el canto
que recorre la tierra penetrando
en corazones, multitudes, bóvedas
y sepulcros; no es sino palabra
que se adentra en los ojos: alta fiesta
que despliega los rojos, enardece
el espacio interior, filtra más oro
en densidad azul, hunde los verdes
en sí mismos, agosta el amarillo
hasta hacerlo crujir.
Oh pueblo frío,
oh bosque, oh vidrio, oh lienzo frío:
sólo tú puedes soportar, vivir
siempre en belleza, nunca en libertad.