La antología poética “Niñez”, de Antonio Gamoneda, está a punto de llegar a las librerías, de la mano de la editorial Calambur, con selección de poemas y prólogo a cargo de Amelia Gamoneda Lanza, hija del poeta.
Avanzamos aquí un extracto del prólogo:
“MITOLOGÍA ÍNTIMA”
Por AMELIA GAMONEDA LANZA
La niñez es un tiempo mítico personal donde se origina el yo capaz de hablar de sí mismo, donde su prehistoria cede el paso a una historia que le concierne. Contar la propia infancia reconstruye hacia atrás el tiempo, echa el ancla en el pasado, en un cierto mundo físico, mental y afectivo. Pero, como todo mito, la niñez pervive más allá de su momento, impregna la vida entera, y contarla supone también un modo de hablar del presente. Cuando, además, quien relata es de nuestra misma sangre, buscamos en esa narración algún efecto de espejo: la niñez tiene entonces un poder performativo que sobrepasa a su relator y se adentra en el futuro, reforzando así los lazos de la herencia biológica. Estos tres tiempos de palabra en torno a la niñez organizan esta antología.
En nuestra cultura, la voz autobiográfica de la infancia suele estar precedida de otras más antiguas. Y en lo que respecta a mi padre, el relato fue transmitido en primer lugar por la voz de una abuela que se dirigía a sus nietas. Mi abuela –a quien la guerra había hecho perder todos los bienes materiales y muchas de las relaciones que la vinculaban a su familia– nos presentaba los contenidos de su memoria personal como entregándonos un secreto en custodia. Poca cosa más poseía. No sé si contaba bien, pero sí sé que dramatizaba sus relatos como si los reviviera. No buscaba entretenernos: nos sobrecogía con su palabra repetitiva y a menudo elíptica, que no siempre entendíamos. Creo que narraba más por necesidad que por gusto: no recuerdo que nos contase cuentos infantiles.
(…) Sobre aquel relato dulcificado –y acotado por el secreto– vinieron a posarse después otros estratos que pertenecen ya a la voz autobiográfica. La lectura de Blues castellano me descubrió los tintes de la pobreza, Lápidas me abrió los ojos a la gélida claridad que la infancia de mi padre presta a toda su obra. De manera lenta a través de los años, fui sabiendo por sus libros lo que él quería contar de su niñez. Nunca se ha explayado mucho más de manera oral: seguramente tampoco se lo hemos preguntado. Hay, por ejemplo, episodios importantes de Un armario lleno de sombra de los que yo nunca tuve noción. Quiero decir que, desde el punto de vista de la información, mis ventajas de hija-antóloga son más limitadas de lo que cabría suponer.
(…) Y, en lo que concierne a mi padre, esta antología contiene los gestos de la donación hecha. En su tramo final aparecen poemas en los que se refiere o se dirige a las niñas que han sido sus hijas y nieta. He titulado esta parte “En otro pensamiento”, pues tal es la fórmula que el poeta utiliza para describir su permanencia en los seres amados. Al hablar de ese legado de presencia, mi padre elige el pensamiento de una niña como su refugio futuro; no ha de extrañar pues que, en trueque afectivamente equilibrado, la niñez de mi padre pertenezca también al pensamiento de sus descendientes.
Esta antología tiene dos partes más que preceden a la ya mentada. En la primera –“Manos, balcones”– mi padre evoca su niñez: un crisol de frío y miedo, de tristeza y ternura, de desdicha y claridad desolada. No pretendo en estas páginas reconstruir su narración –por lo demás ya servida con detalle en Un armario lleno de sombra– y por eso no propongo un exhaustivo recorrido de episodios reconocibles. Pero sí busco una cierta mirada que dé a percibir centros de gravedad emocionales, sensitivos, pulsionales, de pensamiento… La manos –son las manos de mi abuela– aparecen como grandes paréntesis protectores que abren y cierran este relato. Los balcones son los lugares desde los que la niñez se asoma a espectáculos que no pertenecen a su edad y que llevan consigo descubrimientos graves. Hay más atmósferas que episodios, más palabra interiorizada que presentación del vecindario, menos personajes que paisajes. Y, puesto que no hay niñez sin aprendizaje, cumple hacer algún inventario: el aprendizaje de la lectura, el de la crueldad, el del miedo, el de la melancolía… Son también muy perceptibles los dos espacios en los que se resuelve la infancia: la ciudad y el campo que la circunda, entramados por un extrarradio inhóspito donde de pronto puede destellar la belleza. Pero la arteria fundamental de la infancia es un barrio de la periferia urbana: allí fluye tumultuosa la vida bajo sus formas más míseras y despiadadas.
(…) Si la segunda parte de esta antología lleva el título “El resplandor en la sombra” es porque esta fórmula poética se repite extrañamente en la mención de la presencia que la niñez tiene en la vida adulta del poeta. Ha sido para mí una sorpresa verla así reiterada –con la variante de “el resplandor y la muerte” u otras afines– en los textos que yo elegía para articular la que ya no es memoria sino reflujo e incorporación de la niñez en el curso de otra edad. En su síntesis de oxímoron, “el resplandor en la sombra” traduce a términos luminosos la experiencia de la coalescencia de la vida y la muerte. Que la infancia sea esto en la edad adulta o en la provecta significa que se la toma muy en serio, que no había en ella ningún ser banal, inconsistente o ajeno a uno mismo del que renegar o distanciarse. Tal vez por eso mi padre no ha hablado nunca de su infancia en términos coloquiales.
De hecho tampoco lo hace con las infancias ajenas. Él tiene de las de sus hijas y nieta un pequeño repertorio de momentos cargados de intensidad emocional que, a su manera, también contribuyen a crear nuestros mitos niños. Mi corta memoria de la infancia recibe este suplemento, que no es tanto de cantidad como de cualidad: la cualidad de ser objeto de relato. Que la palabra de otro se haga así cargo de uno es un regalo –un regalo que, bien es verdad, a menudo hemos de agradecer pareciéndonos a lo que de nosotros se ha dicho. La creación de una mitología íntima de niñez enriquece y obliga. Y yo creo que esto sucede también cuando la narración es autobiográfica. Creo, en suma, que mi padre a través de su obra hace ese gesto de fuerte control sobre sí mismo: dar voz a una memoria de niñez que le ha obligado a ser un adulto a su imagen y remembranza.
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