LA CIUDAD MIRA EL SÍLICE LAS MONTAÑAS COMO UNA GÁRGOLA INMÓVIL
La ciudad mira el sílice de las montañas como una gárgola inmóvil ante los círculos de la eternidad y se rodea de colinas cárdenas en las que el tomillo es abrasado por el invierno.
Siento la espesura fluvial; se manifiesta en sílabas lentísimas. Aún las palomas se pronuncian clamorosas y los ancianos descansan en la cercanía de las acacias coronadas de temblor. Hablan y acrecientan la serenidad de la tarde. A veces, sonríen con un golpe de sol en el rostro y se encienden bajo los encanecidos cabellos. Sus ojos se entrecierran y apenas es visible un filamento de acero y lágrimas. La vejez es blanca.
Un anciano tiene el hombro abatido y dispar; el otro ofrece al sol unas manos grandes cuya piel transparenta largas venas. Hablan con la imprecisión temblorosa de quien es más débil que sus recuerdos; restablecen una paz y un espacio: las eras de la ciudad, los labradores de Renueva, el espesor de los curtientes, la sombra roja de las herrerías.