“Las músicas de GAMONEDA”, por ILDEFONSO RODRÍGUEZ

El poeta y músico leonés Ildefonso Rodríguez.
El poeta y músico leonés Ildefonso Rodríguez.

[El siguiente texto fue leído, en una primera versión, en Buenos Aires, en el Instituto de Cooperación Iberoamericana (AECI), el 22 de noviembre de 2000. Y publicado en el número 2, primavera del 2001, de la revista “La Pecera”, dirigida por el poeta Osvaldo Picardo, de la Universidad de Mar del Plata.

Una nueva versión ampliada —el texto que reproducimos a continuación— se publicó posteriormente en la revista de Extremadura “Espacio/Espaço Escrito”, dirigida por Ángel Campos, números 23 y 24, Badajoz, 2004;  en el dossier dedicado a Gamoneda y coordinado por Miguel Casado.]

LAS MÚSICAS DE GAMONEDA

Por ILDEFONSO RODRÍGUEZ

Cuando relacionamos poesía y música, más allá de la discusión teórica, y más allá de ser siempre una relación resbaladiza, deberíamos ante todo atender a los testimonios que de ella nos dan los propios poetas, sus modos de implicar los datos musicales en la escritura. Así, oigamos, para empezar, dos de esos testimonios, entre los muchos que podríamos mostrar, dos principios de autoridad.

Rubén Darío ha escrito a propósito de Unamuno: “En Unamuno se ve la necesidad que urge al alma del verdadero poeta de expresarse rítmicamente, de decir sus pensares y sentires de modo musical… Lo que resalta en este caso es la necesidad del canto”.

Ahora Baudelaire: “¿Quién de nosotros no ha soñado, en sus días ambiciosos, con el milagro de una prosa poética, musical, sin ritmo ni rima, lo suficientemente flexible y dura como para adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño y a los sobresaltos de la conciencia”. Y en El poema del haschis, se lee: “La gramática, incluso la árida gramática, resulta algo así como un hechizo evocador; las palabras resucitan revestidas de carne y hueso; el substantivo, en su majestad sustancial; el adjetivo, ropaje transparente que lo viste y colorea como una veladura; y el verbo, ángel del movimiento, que da a la frase la oscilación”.

Creo que la escritura de Gamoneda se funda en una poética de la circularidad, lo que en otro lugar he llamado memoria de la memoria. El lector sufre un vértigo, cree estar ante la inminencia de una revelación absoluta; pero ésta queda conjurada circularmente: es el relato de un suceso oculto que centellea, se transparenta, pero permanece innominado. ¿Dónde? “El palimpsesto de la memoria es indestructible”, ha escrito Gamoneda. Circularidad de los gestos, casi podríamos decir un sistema de fractales. Por ejemplo: la palabra armario genera una imagen que se repite a lo largo de los años, adquiere la categoría de un símbolo (aunque se simbolice a sí misma, en el sistema poético de Gamoneda: el armario). En distintos libros hemos leído: “El dios que llora en mis armarios”. “Dime qué ves en el armario horrible”. O algo como: “No hagas incesto en los armarios, guárdate: albergan asma, atribución, espíritus, quizá días y alas desesperadas”. Palabra, imagen, símbolo, el armario pronto reaparecerá con una centralidad decisiva, pues el libro de memorias en el que Gamoneda está trabajado parece que se titulará Un armario. Sombras. Y del mismo modo podríamos leer, por ejemplo, las palabras luz o miedo, fractales, dos nudos decisivos de esa trama o sistema poético al que me estoy refiriendo. Un pensamiento que procede por ondas expansivas, a partir de datos de repetición y variación. “Las ondas de un narcótico calmo”, como escribió Mallarmé. Son leivmotivs, obsesiones: “La majestad obsede en círculos”. Es el impulso de la repetición interior (repetición convulsiva), el retorno de lo mismo. Y es, también, la necesidad de las variaciones, la reescritura permanente. Ese gran impulso es de naturaleza musical, engendra música, mediante dos vías: las ondas del pensamiento poético, con núcleos obsesivos. Y ciertas palabras que aparecen casi como talismanes o conjuros.

Y, también, la transformación del tiempo en espacio. “Espacio siempre frente al tiempo”, ha escrito Gamoneda. René Nelli afirma: “La poesía mítica nos conmueve porque es una figura –tiempo, un cuento que se despliega con tal armonía que el pasado parece prefigurar el futuro, implicarlo, y donde, según el desarrollo de esta simetría, el futuro acompaña al pasado en una presencia ordenada que sucede al devenir y devuelve el tiempo a la coexistencia. Esta armonía preestablecida, esta transformación del tiempo en espacio (tan nítida en Shakespeare, por ejemplo), haría decir a Novalis que la gran poesía es necesariamente profética”.

Hasta aquí, un exordio insinuante a la relación básica que pretendo establecer entre poesía y música en la obra de Antonio Gamoneda. Siendo yo músico, voy a exponer a partir de ahora conceptos que manejaría con un colega de la profesión; no me referiré a la música como metáfora, un más allá de la palabra poética. Por el contrario, intentaré mantener una especie de diálogo con los textos sintiéndolos, oyéndolos, bajo categorías musicales. Es decir, considerando que Gamoneda es, con propiedad, un músico.

La antigua disciplina de la prosodia era una parte de la música: se ocupaba de la música verbal, sabía reunir música y palabras (pro-sodos: procesión con cantos y música de cítaras). Ya más cerca, sabemos que en laboratorios con grandes afinadores, metrónomos y agujas de medición se estudian los sonidos articulados por la voz humana.

Pero es posible dar un paso más allá de la vieja prosodia para hablar de escala, instrumento, timbre, audición, blues, tango, Bela Bartok, silencio (todas estas son palabras del propio Gamoneda) en relación a sus poemas.

Todo ello funda, conforma el cuerpo musical de su poesía, lo que en mi primer acercamiento crítico (es decir, lo que se escribe al ritmo de una lectura intensificada y hasta alucinada), hace veinte años, llamé la escritura del cuerpo.

Pensamiento musical

Que sea legítimo aplicar de un modo tan estricto los conceptos del sonido y sus determinaciones artísticas a una escritura poética, quedaría justificado con los testimonios, no de dos poetas ahora (aunque creo que de algún modo lo son), sino de un músico y de un médico. John Cage ha escrito: “Tal como yo lo veo, la poesía no es prosa, porque está formalizada de algún modo. No en razón de sus contenidos o ambigüedad, sino porque permite introducir elementos musicales (tiempo, sonido) en el mundo de las palabras”. Por su parte el doctor Georg Groddeck escribió en su inagotable Libro del Ello: “El hombre no sólo está sometido al ritmo en su actividad consciente, en su trabajo, en sus actividades artísticas, en su andar, en su actuar, sino también en el sueño y en la vigilia, en la respiración, la digestión, en el desarrollo y en la decrepitud, en todo. Al parecer, el Ello se manifiesta tanto en el ritmo como en los símbolos”.

Finalmente, resulta que el propio Gamoneda ha explicitado tal relación en numerosas ocasiones. Juicios teóricos, como éste, tomado de su libro El cuerpo de los símbolos: “La música es el estado original del pensamiento poético. Sabido es que de toda lectura que importa (y a poesía me refiero en particular) queda al final algo que es como una melodía que condensase el sentido y sentir de la obra completa. Comprender las palabras a través de su música, experimentar la expresión como una estructura musical es lo que coloca a la escritura y a su autor en la especie poética”.

Ya en la obra, aparece una numerosa serie de proposiciones concretas referidas a la música y la audición ,”la audición del mundo”: “Sangre convertida en música”, “lienzo musical”, “robles musicales”, “música en tus ojos”. Otras sentencias lo hacen por alusión indirecta: “Siento las oraciones, su lentitud, como serpientes bellísimas que pasaran sobre mi corazón”.

Y en el centro mismo de su escritura, juicios que revelan un verdadero pensamiento musical: “el cuerpo del canto”, “la música de los límites”, “cantidades de tiempo situando cantidades de sonido permiten sobrepasar la muerte”, “sucedió en la inmovilidad, como la música antes de su división” (esta sentencia es decisiva para lo que seguiré exponiendo), “la feroz escala del que canta ante el rostro de la  muerte”.

El Libro de los venenos presenta rituales de música, en sentido arcaico, mágico, curativo, consolador. Así: “Convaleció Harmosis y supo Mitrídates que la profecía de los vientos era por música cuyos semitonos se tomaban del temblor de hojas perennes, pasándolas por cítara, para sumar sus intervalos y la declinación de las aves”. Uno, como músico, desearía comprobar la eficacia de esa música mezclada, oír esa extraña arpa eólica.

Todos estos son datos que dan idea de un pensamiento musical enraizado. Cuando se lee en Descripción de la mentira: “escuché la rendición de mis huesos depositándose en el descanso”, lo que se entiende es inferior a lo que se oye. Se entiende algo muy común: alguien cansado, descansa. En un segundo grado, se  incluye una metáfora del lenguaje de uso: estoy rendido, tengo los huesos rendidos. Pero el salto que da el poeta no es sólo retórico (perífrasis, hipérbole), sino prosódico: se trata de una amplificación que gana sonoridad, un hecho físico: hacer más audible un significante. Este es un proceso de orden musical. Y de ahí, se alza un sentido que resulta ser una imagen turbadora: los huesos se hacen audibles.

En el origen y en el final del sonido está el silencio. El silencio es uno de los hechos musicales básicos de esta escritura. No el silencio idealizado, aludido, con carga teológica o metafísica, sino el audible, un silencio que, figurado en los blancos de la escritura, se oye, porque es medible, respirable; es un silencio rítmico, es musical. Gamoneda hace uso constante de ese silencio que, como sabe cualquier músico, alimenta la sonoridad misma, es su matriz, y resulta tan difícil de manejar.

Sonidos del cuerpo

¿Qué instrumento toca este músico hipotético? La respuesta está en su oralidad, un cuerpo que paladea, se alimenta de palabras. Que antes de llevarlas al blanco del papel goza de su espesor silábico, acentual, sus ritmos, sus colores. Se le hace la boca agua. Son sonidos de su cuerpo, lo mismo que un músico cuando emite su sonido personal. Él hace de continuo lo que Barthes llamó, en El placer del texto, “una estereofonía de la carne profunda”, “hipofísica de la palabra”; y sigue: “lo que se busca, en una perspectiva de goce son los incidentes pulsionales, el lenguaje tapizado de piel, un texto donde se pudiese escuchar el granulado de la garganta, la oxidación de las consonantes, la voluptuosidad de las vocales”. En efecto, las escrituras de Gamoneda uno siempre las oye en voz alta; se le representa al lector, por necesidad, la imaginación material de su sonido. Dicho de otro modo: “la voz del vientre”, de la que nos habló Max Jakob (algo que cualquier músico de viento conoce bien). Una sustancialidad, ese metal de voz de los cantaores flamencos, lo que más identifica, (como  hace, por otra parte, la propia voz de cada hablante en el mundo innumerable).

Siendo esto así, en cuanto a la voz, el instrumento, podría ahora indagarse en la génesis de unas formas musicales que cruzan y sustentan toda su escritura.

Música y vida

Hay un gran principio de su tensión poética que podría formularse así: cada uno sus libros se generó por la intuición de una necesidad musical nueva y distinta del anterior. En cada uno de ellos obró la dialéctica de la memoria musical y de la existencia: la música es vida. En una entrevista con Miguel Casado, dice Gamoneda: “La palabra, en su función poética, es la implicación de un discurso musical y de un discurso significativo”. En otro momento habla de “ritmos ajustados a la existencia; el fraseo es tiempo y sirve para pesar un nuevo efecto físico”. Otra vez Barthes, que habló de “cambios de ritmo”. En la vida van cambiando los patrones rítmicos personales según cada nueva situación existencial; los viajes, la enfermedad, la amistad y el amor trastocan esos patrones. La muerte clausura todos los ritmos, la muerte ya no baila. Otra vez el doctor Groddeck: “Es llamativo lo que se repite el deseo. En su interior hay un duende que lo obliga a repetirse”. Aquí puede leerse deseo como vida.

La evolución que muestra la música de Gamoneda tiene su origen en un primer desplazamiento y sustitución de los patrones heredados, tradicionales. (En la música que yo quiero más, conozco un caso semejante: el saxofonista John Coltrane, capaz de hacer dos revoluciones contra sí mismo, contra sus seguridades).

En la primera juventud, era la música de cámara. La medición, la armonización de las tensiones: soneto, poema blanco, pero no libre; suites concertadas, tema y variaciones. El libro se tituló Sublevación inmóvil. Pero ya ahí anidaba un disturbio: la presencia de un músico, Bela Bartok, en algunos poemas, es señal de qué timbres y tonos maneja el poeta en su música de cámara: politonalidad, sonidos de expresión oscura y densa. Ya en esa etapa juvenil opera el principio aludido: en cada forma musical (en cada situación existencial) anida la tensión de su salida.

Blues y ética

En la segunda juventud sucede la emergencia de la coloquialidad, un habla de amistad que narra una historia colectiva. El propio Gamoneda define así su situación existencial: “Un hombre pringado entre los treinta y los cuarenta años, que ha hecho una pasión de lo inmediato, se ha confundido con la historia inmediata y con la gente. Sus sustancias poéticas son relatos coloquiales; su música, aprendida en el blues”. Pero no se trata de poesía social al uso militante. Hay una solidaridad, esa “fraternidad sin esperanza”, que no es sólo de clase, sino de especie, y eso explica la vigencia del libro aquel, Blues castellano, ahora que ya se fingen desaparecidas las causas sociales que lo motivaron; con las nuevas causas (la dictadura del mercado único) crece su eticidad, en el sentido de Wittgenstein: “La ética no trata del mundo. La ética ha de ser una condición del mundo, como la lógica”. Y lo decisivo ahí es la creación de una nueva forma musical, el blues. Voz y música juntas que traen protesta y consuelo, alegría y pena, todo inseparable, en la intimidad colectiva. Los blues de ese libro son auténticos, pueden cantarse; tan auténticos como antes lo era el soneto de cámara. El desplazamiento ha sido un paso de gigante: una forma negroamericana, de la tradición oral, queda naturalizada en nuestra lengua. Dice así un blues de Boy Williamson, que podría compararse, por ejemplo, con el Blues de la casa, de Gamoneda; canta Boy Williamson:

Hace tanto tiempo que no duermo por las noches,
hace tanto que no duermo de noche
ya ni puedo tragar el desayuno,
los dientes y la lengua se pelean en mi boca;
sí, hace tanto tiempo que la alfombra está de cara al suelo,
hace tanto que la alfombra está pegada al suelo…
como ella vuelva, nunca más la dejaré irse.

En Blues castellano suenan instrumentos domésticos, como la tabla de lavar de los bluesman primitivos. Así, el poema Cuestión de instrumento empieza: “Ustedes saben ya que una sartén da un sonido a madre por el hierro…”.

Descripción de la mentira, escrito entre 1975-1976, es un libro de plena madurez. De trama muy compleja, su música es una sola, salmódica, una monodia, y genera una música especial, ajustada con eficacia a las necesidades de su discurso poético. Música detenida que, sin embargo, avanza en la lentitud y no se determina en cadencias o modulaciones, pues persiste el mismo modo. No es una sonoridad tonal, sino modal, ya que su punto grave (su referencia para el oído) no cambia, permanece en la sucesión. Un sistema económico de repeticiones y la persistencia de la voz apoyándose en los signos recurrentes. A partir de tal supuesto van apareciendo las otras voces del discurso, el tú masculino y femenino, el nosotros y vosotros, ellos y ellas. Pero todas las demás voces son una mediante un procedimiento no jerárquico, y en ello consiste la virtud de la música modal, pues no hay acordes dominantes para el cambio. No hay armonización, sino simultaneidad de las voces. Todos los tramos de la escala elegida tienen el mismo valor y todos son capaces de crear tensión y relajación. Se eleva un atmósfera repetitiva, matizada en inflexiones leves y ésta es una música gótica, una cantilena eclesial, resonante en bóvedas, como un gregoriano. La respiración de las voces está en los neumas que el lector va encontrando y asocia a los soplos de un cuerpo sumido colectivamente en el canto, reflujos de la tensión: esos “ah” donde inhala y respira la voz, empleados por Gamoneda más allá de la función expresiva; y también las preguntas y los silencios constantes que abren vanos en el texto.

Esta sería “la música antes de su división”, (en compases y tonos). Como en el gregoriano, su ritmo es libre, lo que ha llamado Miguel Casado “una sintaxis de acordeón”. Su forma estrófica sería el versículo, pero no es el versículo sagrado o sapiencial. Es un fraseo de la interioridad exacerbada hacia el exterior (la confesión). Son funciones melódicas del fraseo en ritmo libre, como la comba del canto gregoriano. Con el versículo de ese libro sucede como con el blues: no lo inventa Gamoneda, pero lo naturaliza en nuestra lengua actual.

En cuanto a su timbre, aquí está “la feroz escala del que canta ante el rostro de la muerte” (valdría decir la memoria). Son los timbres exacerbados de la verdad y la mentira. Pero esa sonoridad espesa y estremecedora, había sido ya paladeada antes de llegar el libro nuevo. En un poema anterior ya se lee: “No penetra los ácimos hurmiento / como en las telas de mi corazón mete sus manos la desgracia”.

La situación existencial nueva que suena en el libro, la define así Gamoneda: “Hay una memoria refrenada que, de repente, empieza a manifestarse con urgencia y sale a borbotones, atropellada”.

Tangos en “Lápidas”

En la primera visión de la vejez hay otro comportamiento musical. Si en el libro Lápidas, de 1986, se remansaba la memoria y lo hacía en la politonalidad de unas prosas deslumbradoras, con un tiempo gótico, depositado, espacializado, en su último capítulo se anunciaba ya el Libro del frío. Publicado de 1992, está escrito con piezas, bloques de sonoridad, cuyo sentido musical queda delimitado por un sistema de simetrías, en ritmo binario o ternario. “Una precisa pero indeterminada cantidad de palabras” (en expresión de Gamoneda) decide la composición musical de las piezas (longitud del fraseo, silencios) y de ello resulta un relato hablado con música de simetrías. Es la energía seca y percutiva de la yuxtaposición: se suceden dos o tres frases de una melodía circular y en medio hay una respiración silenciosa. Lo omitido, lo no revelado, difunde así más luz. “He oído la campana de la nieve, he visto el hongo de la pureza, he creado el olvido”. La monodia de la etapa anterior se ha transformado: aquí respiran unos fragmentos de melodías persistentes, obsesivas; la voz espera con paciencia y silencio la llegada del próximo fragmento, lo toca y vuelve a esperar. En la entrevista con Miguel Casado, decía Gamoneda: “Agregándose la respiración de los fragmentos, se llega a una prosa estrófica”.

La eficacia de esta música, junto, claro está, con la belleza estremecedora del libro, ha hecho que sea, de todos los suyos, el más traducido hasta el momento. Es música abierta, además de libre.

Estas formas tienen mucho que ver con otras, definidas y con nombre, que aparecen en la última parte de Lápidas, el libro anterior. Son dos tangos, el Tango de la misericordia y el Tango de la eternidad.

El Tango de la misericordia comienza con una variante de un tango célebre (tan oído en las fiestas de pradera, en los años de la juventud): “Es la última copa de mi vida”, que se trasforma en “Es la última lana de mi vida”. Pero se sabe que el tango tiene parentesco con el blues, porque es una apretada y negra monorritmia, canto de la intimidad compartida, consolador también, existencial. Ernesto Sábato, en Tango, discusión y clave, escribe: “El hombre del tango es un ser profundo que medita en el paso del tiempo y en lo que finalmente ese paso le trae”. Hay un expresionismo en el tango cuando una voz dice: “Un chamuyo (murmullo) misterioso me acorrala el corazón”. En su Tango de la eternidad, uno de los más estremecedores que conozco, canta Gamoneda. “Ávida vena, dame tu cordel. Quien tiene miedo quiere entrar en ti, víspera negra”. La fatiga existencial cantaba ya en ese libro.

Intimidad cantada

Suena en esos tangos y en todo el Libro del frío una intimidad cantada. También, una especie de americanización musical, pues en América se habla la música en sus dos formas más decisivas: el tango y el bolero. Por puro placer (y no es otra cosa lo que me ha guiado en esta indagación), he leído a veces el Libro del frío como si oyera dentro un bolero extraño, semejante a aquellos enormes donde se dicen cosas como: “llanto, espuma y una sonrisa contra las horas negras”.

Podría aventurarse otra hipótesis (otro exceso): también ahí está el recuerdo de los grandes guitarreros, Atahualpa, Mercedes Sosa: “Ahora vendrán los días de las grandes milongas”, y se cita una de ellas: “No vale nada la vida, la vida no vale nada”.

La fatiga existencial, se dijo antes. Pero ocurre que en el Libro de los venenos, de 1995, inclasificable en ningún género, aparece una música musculada por la coralidad, la conducción de voces, polifonía y orquestación compleja. En un concierto barroco (a pesar de su postmodernidad) van conducidas las voces del relato: Dioscórides, el doctor Laguna, Gamoneda y su alter ego, el griego Kratevas.

Sobreabundancia y coloratura tímbrica, subordinaciones polífónicas, modulantes en la politonalidad. La correspondencia entre la nueva forma musical de este libro y la implicación de vida da imagen de un poder: un poeta en la plenitud de sus potencias.

Es también la música de los diccionarios y los grandes catálogos. Que un catálogo es musical, lo han demostrado Borges y Williams Carlos Williams. En su poema Asfodelo, esa flor verdecita, escribe el poeta norteamericano: “Es como en Homero / el catálogo de las naves / llena el tiempo”.

El libro Arden las pérdidas, del 2003, viene a ser un haz de escrituras reunidas con la tensión y el misterio que produce la magia de los nudos, propia del poeta: anuda, ata y desata las palabras hasta conseguir ese haz cargado ya de un poder fascinante sobre los lectores.

Vimos cómo iban surgiendo algunas de sus futuras piezas, publicadas aquí y allá; hasta que, en algún momento, las piezas reclamaron una relación superior, se pidieron unas a otras, movidas por la fuerza melódica de una inspiración muy personal, en un sentido casi exacto a como la define Nietzsche en su Ecce Homo: “… un instinto de relaciones rítmicas que abarca amplios espacios de formas… La necesidad de un ritmo amplio es casi la medida de la violencia de la inspiración, una especie de contrapeso a su presión y su tensión…”.

Entrecruzamientos

Algo muy semejante se empezó a producir en la escritura y en la vida de Gamoneda. Se sucedieron dos textos que eran dos entrecruzamientos. Uno, con la obra del pintor Luis Sáez, en el catálogo de una exposición. Allí no se rehuía nada, no se reprimía en nombre de ninguna moderación o norma: era un viaje iniciático, un sueño visionario (vi, vi, vi). “Inicié el viaje en 1952”, escribe Gamoneda; y hacia el final del largo texto dice: “No ha terminado el viaje.” Hay momentos de aquella escritura que recuerda a los sueños del gran romántico Jean Paul.

La otra cruza afectada por ese estado de inspiración es muy diferente. Se trata casi de un apareamiento con la obra de la poeta peruana Blanca Varela, para la que Gamoneda escribió el epílogo a su obra completa, publicada en Galaxia Gutenberg. Hablo con Blanca Varela, se titula el escrito, movido por la pasión de la intertextualidad, que Gamoneda ya había experimentado en el Libro de los venenos. Sólo que ahora se producía sin esclusas algo que él llevaba practicando desde hacía años: entrar en los remolinos creados por la memoria de su propia escritura, aceptar imágenes ya escritas una vez, en otro lugar, repetirse, cantar algo sabido para dar entrada a lo nuevo.

A esa energía melódica, entrecruzada con ritmos y melodías exteriores, siguió una actividad de las formas, las permutaciones, la reescritura, las improvisaciones. Los textos se interpenetraban unos en otros, se expulsaban después, se atraían y rechazaban hasta que parecían ir dando con su lugar. El oído musical del poeta se tensó al máximo, con una hipersensibilidad casi dolorosa. Barthes, en El grado cero de la escritura, describe así un proceso semejante: “Imágenes, elocución, léxico, nacen del cuerpo y del pasado del escritor y poco a poco se transforman en los automatismos de su arte. Así, bajo el nombre de estilo, se forma un lenguaje autárquico que se hunde en la mitología personal y secreta del autor, en esa hipofísica de la palabra donde se forma la primera pareja de las palabras y las cosas, donde se instalan, de una vez por todas, los grandes temas verbales de su existencia”.

En una última etapa de la creación, la propiamente compositiva, las piezas del libro fueron sometidas a sumas y restas de cantidades y entraron en la composición final, hasta conseguirse un todo, el haz fascinante atado con la magia musical de los nudos. Así, Arden las pérdidas podría leerse como un poema único, con la exclusión, quizás, del capítulo Ira, que vendría a ser una deuda con la memoria histórica o, mas aún, una deuda debida al Vigilante de la nieve, aquel hombre que, en palabras de Gamoneda, le enseñó “a silbar la melodía de la ira”.

El resultado de todo el proceso es un libro movido por un ritmo ascensional, una música en crecimiento, un crescendo, que lleva aparejado el crecimiento del imaginario y del cuerpo musical, hasta llegar al último capítulo, Claridad sin descanso. Pero el lector se va deteniendo en cada una de las piezas, y se detiene porque en casi todas ellas algo le obliga a esa detención: una forma rítmica corporalizada y respirada mediante punctums, pulsos acentuados al final de las líneas, esos monosílabos que las cierran en tantos casos y que producen un corte, una acentuación impulsiva en el fraseo. La eficacia de ese modo musical es absoluta para que el lector, aun sin necesidad ninguna de que se le haga consciente el procedimiento, sienta la música del libro, le entre en el oído, mientras cree sólo atender al imaginario y al ritmo del sentido poético (porque todo lector busca algún sentido y es llevado a su adivinación mediante la música del poema, sea ésta cual sea).

Dentro de la construcción imaginaria y movediza que es siempre la lectura de un libro, parece que el sentido primero de Arden las pérdidas es el relato de la luz, una luz que se relaciona con la memoria en su circularidad obsesiva, pero también con la química y el cuerpo musical de las palabras.

De nada vale la música si es mantenida en secreto, decían los pitagóricos. La música de Gamoneda, misteriosa, pero no secreta, la oímos nosotros, los lectores.

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