“El idioma del estupor”, por Tomás Sánchez Santiago

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EL IDIOMA DEL ESTUPOR
(Una lectura de ‘Canción errónea’,
el nuevo libro de poemas de ANTONIO GAMONEDA)

Por TOMÁS SÁNCHEZ SANTIAGO
(Publicado en octubre de 2012 en El Cuaderno 36, La Voz de Asturias)

Desde que apareciera Libro del frío en 1992, la escritura poética de Antonio Gamoneda ha llegado a dar en un discurso reconcentrado, acantonado en torno a ejes obsesivos que le proporcionan una irreductible densidad. Es esa densidad poética la que ha terminado por prevalecer sobre cualquier otro modo de previsibilidad en las expectativas del autor de Esta luz, y así lo quiere manifestar él explícitamente en los brochazos aclaratorios que adjunta en Canción errónea, su libro recién publicado: “sé que no faltan en el libro reiteraciones léxicas y fraseo recurrente, y tampoco expresiones, conceptuales o estrictamente poéticas, que están ya en mi poesía anterior. No he querido aliviar, por simples e hipotéticas razones “literarias”, esta circunstancia. La necesito así.”.

Y es que en esa escritura mural e inconsútil que es ya la poesía de Antonio Gamoneda, espacio de indiscriminación verbal donde los nudos se han perdido a favor de una segregación enteriza y llena de continuas reapariciones sobrevenidas, se ha impuesto un juego de acosos, rememoraciones e insistencias que invita a comprenderla por fin como un trazo espiral que se recluye en sí mismo, tal como si las evocaciones y los conceptos aludidos hubieran de ser de nuevo sopesados y hechos lenguaje para saber qué pueden dar todavía de sí. Hablamos, en efecto, de un comportamiento iterativo para una poesía que, como Carmen Palomo ha explicado a propósito del autor, versa a la vez sobre lo dicho y sobre el silencio, pues se trata de una (re)escritura que transcurre ensimismada y a punto de desbordarse en el filo de la mera posibilidad de su existencia.

Y en estas, aparece ahora Canción errónea. Desde ese título, ya en el registro resonante del escritor, se anuncia la preservación de la escritura anterior de cualquier pretensión de culminación solvente, tal como si Antonio Gamoneda se despreocupase a estas alturas definitivamente (“como quien espera noticias ya sabidas”) de obtener novedades o nociones conclusivas que hayan de justificar indicios poéticos anteriores; estos poemas, muy al contrario, siguen teniendo esa cualidad errante y voladiza que los convierte en piezas semovientes a las que nos parece haber accedido ya en otras lecturas; aún más, a través de ellos parece haber en el poeta la decisión irremediable, y por momentos exenta de gravedad, de asumir como una gran confusión el hecho de existir (“en confusiones blancas / cesan los números. / No / hay unidad.”), la ‘canción errónea’ donde se desenvuelve este fenómeno incomprensible que es la vida, una trayectoria atravesada por el rumor de alfileres de una identidad siempre perturbada por el doble ejercicio que es vivir y, a la vez, tener conciencia de estar vivo.

PALABRAS MAYORES

Lo primero que llama la atención en Canción errónea es su estructura de acumulación. Tras Descripción de la mentira, los libros de poemas de Gamoneda suelen articularse en secciones bien diferenciadas como depósitos temáticos donde se van acogiendo los poemas. Así ocurre en Libro del frío o en Arden las pérdidas. Es como si el autor deseara fijar precisamente los focos de interés de su propia poesía en avisos llenos de evidencia: “Ira”, “Más allá de la sombra”, “Frío de límites”… En cambio, en Canción errónea todo se fía a ‘lo volcado’, a una voluntad de repetir en una colección sin orden la incertidumbre azarosa que es toda existencia. La única invitación que hace el poeta para orientar mínimamente su lectura es esa seca relación inicial de palabras que, bien lo sabemos, son su entorno patrimonial. El inventario contiene una onomástica repuesta y decisiva; nombres que flotan como balizas ya sabidas: “Luz”, “Indiferencia”, “Ira”, “Insistencias”, “Causas ciegas”, “Agonía”, “Pérdidas”… Nada hay, pues, en esta retahíla que venga a turbar de antemano el coto de donde nunca ha salido aquella escritura que comenzaba una andadura de registro exclusivo hace ya casi sesenta años.

Esta constelación de nombres primordiales es la única vertebración que Antonio Gamoneda cede en este libro magmático y sin deliberaciones de conjunto, trazado a su modo según “una desconcertada cronología”, como aclara luego el escritor. Tal vez ahí reside su convicción de que guardar una última fidelidad a la vida (“Vivir: avanzar ciegamente hacia el gran sueño blanco”, se lee de pronto en un poema de Canción errónea) ha de ser aceptar su fluencia ciega sin tratar de enmendar la ley de su barullo, lo que se demuestra ahora en esa ausencia interior de formalización; al orden de los poemas, todos ellos sin título, lo gobierna la casualidad, lo que implica, de paso, una especie de entrega concesiva a la inercia vital, que se lleva  por delante cualquier argumento, cualquier defensa obstinada de explicar la existencia (“Han desaparecido los significados y nada estorba ya a la indiferencia”). Tan solo previene al lector ese doloroso nomenclátor de menciones primordiales, esas “palabras inmóviles”, extraídas de un idioma estupefacto excavado solo para sí y que fueron siempre el territorio irrenunciable del poeta, su única verdad: “Esta misma mañana he escuchado la más falsa de las palabras: “Vivir”. / Ah las palabras hábiles en la oquedad de la tristeza. / Yo / amo otras palabras: las palabras inmóviles. / Hierve en mi lengua su verdad ajena a los significados. / Qué quietud en sí mismas, qué pureza.”.

A pesar de esa voluntad de sucesión aleatoria, “casual”, de los poemas, al lector de Antonio Gamoneda le parece ver en Canción errónea todavía una cierta distribución, consciente o no. Ello es palpable en los primeros compases del libro, atravesados por una dialéctica zozobrante que va del estupor por no reconocer la sustancia memorable de haber vivido (“Vivía. / Parece ser. / Vivía” (…) “me disperso en la fugacidad de rostros que se forman en la lluvia, rostros tan rápidos que  no alcanzan a existir” (…) “Vivir / es extrañeza. No procede salvarse”) a una necesidad de apuntalar, mediante la persistencia de ciertos recuerdos recurrentes, lo que verdaderamente hubo y se terminó. Se terminó. Pero lo hubo: “Vi palomas (…) Vi / frutos de bronce (..) Vi / la pasión giratoria de los pájaros / sobre la máquina azul de la alegría (…) Vi / la geometría ardiente del relámpago”. Ese martilleo anafórico (“Vi… vi… vi”) tan habitual en el universo poético de Gamoneda parece oponerse ahora, con un sentido de confrontación última, al deshilachamiento de la existencia y, en consecuencia, de su propia identidad. Es como si aún el poeta que se había dicho a sí mismo en Lápidas “Siéntate ya a contemplar la muerte” quisiera mantenerse del lado de la vida al menos en las comprobaciones de recuerdos ciertos que, más allá de una función documental o memorable, fueron impactos convertidos antes que nada en lenguaje, en un lenguaje que los necesita haciendo de la reiteración y de la insistencia valor poético que, paradójicamente, contribuye a añadir espesor y certeza a ese discurso sin deslizamientos de Antonio Gamoneda.

En este sentido, particularmente significativos son, entre esos primeros poemas de Canción errónea, el que comienza consignando, como certificación de lo real, precisamente imágenes, en absoluto convencionales, que el poeta ha visto más allá de la lógica del mundo, imágenes de estirpe surreal que son, sin embargo, las que le sirven para resolver su desamparo: “He visto corazones habitados por hormigas, y máscaras carnales, y una serpiente acariciada por un verdugo indeciso, / y alondras prisioneras en rectángulos, y avefrías coléricas, / y madres / que besaban cadenas”. ¿No llama la atención que el poeta acuda, precisamente, a este tipo de visiones extremas para apaciguar sus zozobras ontológicas y demostrarse ante sí mismo una consistencia vital? Aún con más intensidad surge esto mismo en el poema que comienza “Amo mi cuerpo” y que no es sino una declaración emocionada que funda ante todo en el amor –“Yo amo / todo cuanto he creído / viviente en mí”– la corroboración de que sí hubo temblor, sí hubo pálpito en la existencia, pálpito hecho escritura siempre en suspenso también, aunque la vida haya sido ese “sueño vacío” al que él se refiere siempre que conjuga el verbo inhóspito y lleno de recelos que es el verbo vivir.

UNA ESCRITURA IMBRICADA

Hay otros ejes en Canción errónea que exponen esta misma aceptación de dejarse abducir por una poética poderosa que sigue vigente. Por ejemplo, continúa un juego de escisiones que puede arrastrar al poema hasta el borde de la perplejidad –car je est un autre– a la hora de reconocerse a sí mismo quien habla: “yo apenas sé llorar y, en consecuencia, me pregunto. ¿es que alguien está llorando en mí?”, se lee en un poema en correspondencia con aquel otro de Arden las pérdidas: “Algunas tardes me sorprendo // lejos de mí, llorando”.

De igual modo, persiste la duda sobre la singularidad del sujeto que habla, que no acaba de saberse diferenciar de lo demás: ‘lo otro’ adquiere así una extraña compacidad indefinible, como ocurre en el poema que comienza “Habrá cesado en el interior del lauro la melodía ronca de las tórtolas”, y en el cual se termina por plantear esa incertidumbre a propósito de la identidad propia: “Quizá / soy yo quien ha salido de sí mismo / y estoy agonizando pero desconozco mi agonía, / y aquí, bajo los mantos de la furia volcánica, / un resto frío de mi pensamiento entra / en el jardín de los desaparecidos”. Lo llamativo es que un discurso trazado definitivamente sobre el ensimismamiento tenga como uno de sus núcleos primordiales este de mantener excitada hasta el fin una extraversión que hace ingresar a la voz que habla en esa misma bocanada inverosímil, tremenda y común que es la existencia y dejarse llevar a merced de la corriente salvaje, para decirlo con una expresión bien conocida.

Del mismo modo, persisten en este libro anteriores avisos sobre las engañosas apariencias de las cosas, cuya brillantez es simple máscara de una mortalidad que acecha en ellas. Es como si el autor de Libro de los venenos siguiera sin consentir esa ilusión de creer solo en las coberturas de las realidades, en este caso de las cerezas (que guardan -y eso es cierto- ácido prúsico), como ocurre en ese poema donde reaparece de nuevo Cecilia en un registro muy cercano a los poemas del libro de 2004. Lo amado, pues, no está exento de amenazas. Sobre todo lo demás, lo amenaza la falsedad –otra de las palabras resonantes de este libro- con su negra supremacía sobre cualquier otra expectativa de la vida. Gamoneda llega a decirlo así: “Me posee / la falsedad, el único / fruto consentido en esta / espesura viviente”.

En fin, este enroscado espesor verbal de reincidencias, que ha acabado provocando una escritura imbricada sobre la anterior hasta engrosarla aún más, se traduce a menudo en toda una reticencia a hacer del poema un discurso extendido, como si obrara por su cuenta un componente de horror a entregarlo, junto con todo lo demás, a una temporalidad que solo ha de culminar en un destino mortal. Es el propio lenguaje del poema el que muestra repelencia a hacerse sustancia temporal. Y así, los juegos anafóricos, ya tan propios de esta poesía y a los que nos hemos referido antes, y los encabalgamientos llenos de brusquedad que tiran hacia atrás de lo que se está predicando y las sangrías que bambolean los versos hasta dejarlos en lábiles estructuras próximas a lo invertebrado… O, por no seguir, esas fórmulas casi en espejo –“No hay causa en mí. En mí no hay (…)”– que de nuevo recuerdan modos anteriores (“No vale nada la vida, la vida no vale nada”, se leía entonces en Libro del frío) parecen favorecer una inmovilidad del decurso verbal análoga a esa otra inmovilidad que es su conformidad con un lexicón propio que no parece necesitar aumentarse, y análoga asimismo a lo que hemos denominado alguna vez ‘retórica de la insistencia’, cuando el poeta retoma sin escrúpulos poemas anteriores para seguir deshuesándolos en nuevas modulaciones; ejemplo significativo es el poema que cierra el libro (“Apenas oyes la destrucción de la madera /…/”), que aparecía con ciertas variaciones en la sección “Frío de límites” y que podría tomarse como manifestación explícita de una poética fundamentada en un discurso retroactivo y en el horror a traspasar un perímetro de luz, como “la claridad inmóvil de un día incesante”, que acoraza -y de qué modo-  el alzado de la escritura anterior.

No hay, pues, en este libro de cierto sereno alcance testamentario –al menos eso nos parece- resoluciones que liquiden las estremecidas zozobras de su poesía anterior; no hay novedades sino detenimiento en aquellas mismas causas. La coherencia de esta poesía es seguir vigilando, como una de sus propias imágenes, lo que la atenaza que es también lo que le da fertilidad cuando se enfrenta a esas exhalaciones anteriores, ya hechas poema. Dicho de otro modo, en la configuración espiral que ha acabado por formar toda la escritura poética del autor, se ha ido llegando a una relación interlocutora cada vez más profunda entre el cuerpo poético global y la nueva pieza. Canción errónea parece establecer, reasegurándolo, un nuevo estrato –uno más- de afirmación en lo dicho. Y más que la entrega de imprevistos hay en este libro de 2012 una revisión de insistencias que aún se mantienen con toda su gravedad en el poeta que desconfía tanto de lo previsible y lo deliberado como de lo forzado para sorprender, eso que él ha llamado sin reservas ‘lo literario’.

Así es como hemos sabido leer Canción errónea. Como si entráramos en un paisaje interior cónico, cada vez más angosto y ensortijado, y horadado siempre por un mismo berbiquí con el que una voz reconocida ha mantenido la adhesión a un idioma aún válido para el poeta: el idioma del estupor. Lección de honestidad y persistencia la de esta reivindicación, a la vez, de un camino propio y de un extravío.

 

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