Discurso de ANTONIO GAMONEDA al recibir el premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (2006)

[Reproducimos el discurso con el que Antonio Gamoneda recogió el XV premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en el Palacio Real de Madrid, el 30 de noviembre de 2006, acompañado por su nieta Cecilia.

En el archivo de rtve.es se puede ver y escuchar un reportaje sobre el poeta con motivo de la entrega del galardón.]

Archivo rtve.es
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EN EL AMOR A LA VIDA

Majestad.

Excelentísimo Señor Presidente del Patrimonio Nacional, Excelentísimo y Magnífico Señor Rector de la Universidad de Salamanca, señoras, señores, amigas, amigos.

Nunca me atreví a pensar que recibiría de manos de la Reina de España el reconocimiento de mi trabajo poético, de mi muy largo medio siglo de trabajo poético. Hoy es, pues, para mí, un día feliz y, simultáneamente, sorprendente.

Sobre la condición de sorpresa basta con lo que tengo ya dicho: nunca me atreví a pensar en esta circunstancia. Sobre la felicidad temporal que el hecho me proporciona, algo tengo que añadir.

Es cierto que mi escritura, que intenta –no sé si lo consigue– tener o un poco o nada que ver con la ficción y sí desprenderse de mí y comportarse como una emanación de mi realidad existencial, está mayoritariamente concebida en la perspectiva de la muerte, y esto lo digo aceptando con humildad la opinión de la crítica, porque yo, limitado a mi propia y única autoconsideración, no sé llegar a ésta ni a otras muchas conclusiones sobre la significación final de mi poesía.

Debo añadir (y ésta sí pudiera ser la conclusión más fuerte y verdadera) que mi contemplación de la muerte se produce y alcanza su mayor intensidad y, quizá, una cierta condición luminosa, en el amor a la vida.

Si esto es así –y yo creo firmemente que es así–, tengo que decir también que este amor lleva consigo inocultables exigencias: yo necesito que esa vida que amo sea más digna de ser vivida, que se produzca la desaparición de la pobreza límite, creada por formas espurias de poder, y la desaparición también de esa terrible “normalidad” consistente en la opresión y en todas las formas, declaradas o encubiertas, de ejercicio criminal y despojamiento.

Consecuencia y causa de la superación amplia de este sufrimiento que tiene dimensión histórica, ha de ser la aparición universal de la paz, la comprensión fraterna entre los seres humanos y los pueblos y la solidaridad que ignora todas las diferencias.

¿Es éste un sueño irrealizable?

Yo quiero pensar que, aunque la historia del pasado parece indicar lo contrario, todas estas actitudes y hechos, estas apariciones y desapariciones, están potencialmente incluidas en un entendimiento correcto y pleno de la democracia, y ésta, trabajosa pero continuadamente, está siendo descubierta y procurada (aunque también, desdichadamente y no en pocos casos arteramente interpretada), está siendo descubierta y procurada, insisto, cada día que transcurre, por más personas y países sobre la superficie de la tierra.

Falta mucho, posiblemente, para que, cuanto he dicho y otras realidades complementarias, se hagan prácticamente universales, y, para que ello suceda, aún habrá de ser creado un inmenso campo de coincidencia moral en el que vengan a reunirse todas las ideologías que no estén enraizadas en la perversión, y también las religiones y los hábitos convivenciales entre las distintas razas; esto es algo que aún no existe, pero sí es verdad que la orientación hacia formas de ordenación democrática se hace sentir, progresivamente, en un mayor número de regímenes, con independencia de que sus valedores estén en las formaciones del poder o de la oposición.

Es cierto todo esto y lo es también que, desde las conciencias, aunque entorpecidas en demasiados casos por las formas contemporáneas de la ambición y por la proliferación de actitudes ligadas a la indiferencia, al pensamiento débil o al trampantojo del consumismo, esta convicción aloja una carga de generosidad sentimental en un número cada vez mayor de espíritus abiertos a la verdad moral y a su realización.

Aquí quería llegar. He empezado diciendo que éste era, para mí, un día sorprendente y feliz.

¿Feliz por qué?

Me siento afortunado, pero esta fortuna tiene, para mí, una excepcional calidad en su causa mayor, en el hecho de que la distinción lleva consigo, Señora, vuestro nombre y en que la recibo de vuestras manos.

Yo creo y siento –y pienso que, conmigo, todos los españoles– que vuestro corazón es un corazón sobrecargado por la contemplación del dolor y por el amor a la vida tal y como yo quiero entenderlo: por el amor a una vida más justa.

Los españoles, sea cual sea nuestra elección ideológica, advertimos en la Reina una sensibilidad que sufre y se inclina a la vivencia de la paz y a la reparación del infortunio, a la desaparición de la pobreza material, moral y cultural, al remedio del desvalimiento y la enfermedad, al prevalecimiento de un orden liberador del desamparo y del dolor que se derivan de la injusticia.

Esta voluntad advertida en Vuestra Persona es lo que hace más valioso el honor que se me depara (honor que tanto tengo que agradecer también al jurado que pensó en mí para concederlo) y lo que me permite aludir a hoy como un día en que puedo concebir alguna felicidad.

Mi poesía y mi vida se han formado llevando en sí las marcas del sufrimiento que, en la infancia, recayó sobre mi existencia y sobre la de tantos otros españoles: el sufrimiento derivado de la orfandad, el desgarramiento de la guerra civil y la pobreza.

Por ello he querido acercarme a Vuestra Majestad cogido de la mano de una criatura a la que amo y para la que necesito y espero un tiempo más generosamente entendido y, en consecuencia, más bello que el que yo he tenido que vivir.

Porque este pequeño ser es en mi poesía el símbolo creciente de ese futuro más bello, quiero terminar mis palabras con una breve expresión poemática que, en su intención, incluye a todos los pequeños seres de España entre los que están, Señora, los que son vuestros descendientes.

Eres como una flor ante el abismo, eres
la última flor.

ANTONIO GAMONEDA

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