Cecilia

 

Cecilia
Poesía, 2004,
Lanzarote, Fundación César Manrique.

Las llamas del infierno no extinguen, no purifican. Las llamas de la poesía de Gamoneda sí lo hacen, y por eso sitúan al poeta en un nuevo umbral: Todo es presagio. La luz es médula de sombra; /van a morir los insectos en las bujías del amanecer.! Así arden en mí los significados.

La gran mentira del lenguaje se consume entre las llamas del olvido, todo entonces aparece como insignificante, dando paso a una especie de nirvana en la que la indiferencia ya no es signo de cobardía, sino quietud salvadora, libre de los insectos y demás animales que labran el deterioro. Esta es su experiencia vital y artística, tan inquietante, tan sabia, tan prudente. Y aquí podría haber terminado su obra, en la quietud de una verdad inexpresable, pues ha ardido el lenguaje que la podría traducir.

Pero llega Cecilia. […]Y Cecilia, que es el nombre de su nieta además del título de su último libro, entusiasma al poeta, le arrebata de la hoguera de la indiferencia. Porque Cecilia es luz encarnada, una luz que hace amanecer a las tinieblas del significado. Cecilia, el libro de poemas, es el diario de este prodigio. Su presencia nos ha sorprendido tanto a los lectores como al propio poeta, igual que un bebé que apareciera de improviso en los brazos de su madre. Por eso la entonación de este libro es exclamativa, aunque no se encuentre ningún signo ortográfico para corroborar lo. La exclamación se produce ante la negación del tiempo que supone Cecilia, ajena totalmente al frío y a la edad. Cecilia no reconoce todavía el tic-tac del reloj, no entiende su significado. Cecilia no ha escuchado latir a su propio corazón, sigue inmersa en el ritmo del corazón de su madre, no ha despertado en el sentido platónico. La carne, el llanto, los ojos de Cecilia permanecen aún en el ámbito de lo ignorado. Vive aún en el sueño, ajeno tanto al anhelo de eternidad como al temor a la destrucción. Cecilia vive en lo que aún no ha aparecido: Acerqué mis labios a tus manos y tu piel tenía la suavidad de los sueños /Algo semejante a la eternidad rozó un instante mis labios. Cecilia, al rozarlos, coloca en los labios del poeta las palabras de Cecilia: En tus labios se forman palabras desconocidas I y lo invisible gira en torno a ti suavemente. Cecilia convierte el tiempo en espacio de lo invisible, cumpliendo la misión fundamental de la poesía. Juan Ramón Jiménez también definió como Espacio ese ángulo poético en el que el tiempo ya no tiene cabida. Y en ese espacio se inter na Gamoneda. Allí encuentra un nuevo paisaje y declara asombrado: Nunca tuve en mis manos una flor invisible.
Es el espacio de la plenitud, un paraíso que no es ni pequeño ni grasión amorosa comienza la des aparición de Cecilia:

Como música de la que aún permanece el silencio siento tus manos lejanas en mí
Así es
la desaparición y la dulzura

Fuera del espacio invisible, Cecilia desaparece, se convierte en música. ¿Y no es la música la luz de la oscuridad? En ese punto comienza el regreso. El poeta se desprende de la imagen que Cecilia había con formado en sus ojos para dirigirse nuevamente hacia el abismo de la oscuridad y el silencio. Allí se detiene: Eres como una flor ante el abismo, eres mi última flor, dice mientras se la acerca a los labios. Este es el último verso de Cecilia. Ante él nos recorre a sus lectores un escalofrío. Tiemblan los poemas y ese temblor nos estremece, es un temblor viviente que estremece también a la página en blanco, al silencio de la poesía.
Ángel L. Prieto de Paula decía sobre la obra de Gamoneda en el estudio de una Antología poética, previa a la publicación de sus dos últimos libros: “Ni el poeta sabe, ni los lectores sabemos, qué es lo que espera al final de este camino”. En Arden las pérdidas y Cecilia, Gamoneda ha terminado por situarnos ante la quietud de la desaparición, una quietud que en el espacio es umbral y en el tiempo promesa. Seguimos sin saber qué vendrá después, pues su escritura nos demuestra que escribir es internarse en el misterio. Nadie sabe qué quedará cuando se apaga una hoguera, las llamas siempre dejan un espacio de vacío propicio al crecimiento.
Baudelaire, en La habitación doble, contraponía la habitación fantástica, ideal, de su sueño, a la habitación vulgar, triste, sucia, de la vida real. Algunos poetas del Siglo XX, entre los que se cuentan, por ejemplo, Celan y Gamoneda, consiguen que la poesía sobreviva en la habitación más lóbrega, es precisamente entre su lobreguez donde encuentran la materia que arde y, al arder, caldea la habitación en donde sobrevivimos sus lectores.

Por Esperanza Ortega, de su ensayo La música de la oscuridad

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *