[Artículo publicado en el diario EL PAÍS / Opinión 23-04-2007]
“UN DEBER DESCONOCIDO”
Por GUSTAVO MARTÍN GARZO
Conocí a Antonio Gamoneda a mediados de los años ochenta. Entonces, un grupo de amigos habíamos puesto en marcha un pequeño proyecto editorial y queríamos reeditar Descripción de la mentira, uno de sus títulos míticos. En ese tiempo, Antonio Gamoneda, a pesar de su temprana dedicación a la poesía, sólo había publicado tres libros: Sublevación inmóvil (1960), Blues Castellano (1965) y Descripción de la mentira (1977). Los tres eran prácticamente inencontrables y pasaban de mano en mano en fotocopias que hacían sus lectores. Aún recuerdo la impresión que me causó la lectura de Descripción de la mentira, tanto por la belleza y la fuerza de sus palabras e imágenes como por su tono de encendida ira ante la injusticia. Aquel libro me reveló algo que luego el tiempo, y los nuevos libros de Gamoneda, no han hecho sino ratificar: que su obra es una de las más hondas, perturbadoras y hermosas de la poesía escrita en nuestra lengua durante la segunda mitad del siglo que acaba de terminar.
Pues bien, con esa contenida emoción acudimos aquella tarde a su casa en León, situada junto a la catedral, para convencerle de que nos permitiera reeditar aquel libro admirable. Gamoneda era entonces gerente de la Fundación Sierra-Pambley, surgida bajo la inspiración de la Institución Libre de Enseñanza, consagrada a la educación de campesinos y obreros. Recuerdo que nos reunimos en un pequeño patio empedrado, al amparo de un esbelto lauro, que nos cubría con sus hojas de aceite mientras el cielo de la tarde se llenaba del vuelo y de los chillidos de los vencejos, y que no paramos de hablar hasta que se hizo de noche. Antonio Gamoneda era entonces un poeta prácticamente desconocido en el mundillo literario español, lo que, dicho sea de paso, no parecía importarle gran cosa.
No es difícil saber por qué acudimos a la poesía. En gran parte por ser elevados, y porque hay algo en nosotros que exige el acto redentor. La poesía de Antonio Gamoneda nos ofrecía las palabras que lo hacían posible, pero estaba lejos de ser complaciente. Es más, surgía como un desafío al lector. Un desafío que le forzaba a realizar un descenso hacia sí mismo que era a la vez un descenso hacia su entorno, un descenso a través de la oscuridad de la memoria y los excesos de la historia hacia un mundo en que los hombres pudieran, a través del dolor y el miedo, abrirse a alguna forma de visión.
Esa visita fue la primera de otras muchas, pues a partir de entonces cualquier motivo nos parecía bueno para visitarle a él, a su mujer, Angelines, y a sus tres hijas. Entonces aún vivía su madre, que estaba muy enferma y no se levantaba de la cama, en la que llevaba postrada varios años en un estado cercano a la inconsciencia del sueño. Ellos la cuidaban con una obstinación dulce que no conocía momento de desfallecimiento. Sin una queja, como si fuera uno de esos animales blancos que tanto aparecen en su poesía.
Aquel patio y aquella casa podrían haber constituido el escenario de uno de los poemas de su libro Blues Castellanos: “Yo caigo sobre una silla / y mi cabeza roza la muerte”. Y sin embargo, la hospitalidad, la buena conversación hacían de él el lugar de la amistad y la vida. Ésa era la hermosa paradoja, y la poesía de Gamoneda está llena de paradojas así.
Eran visitas felices, que en ocasiones terminaban en excursiones a lugares de la provincia de León. Recuerdo una visita a Las Médulas, las antiguas minas de oro romanas explotadas por ejércitos de esclavos. Un lugar, extrañamente querido por él, que combinaba, como lo hace su poesía, la presencia de la belleza y la del sufrimiento y la muerte.
“No hay otra obra poética entre nosotros tan transida de frío ni tan consciente del miedo”, ha escrito Carlos Piera de la obra de Gamoneda. Y es verdad, pero no lo es menos que pocas obras han sido tan sensibles como la suya al espectáculo y al desamparo de la belleza. La poesía de Gamoneda es inconcebible sin esa capacidad para acercarse a lo más postergado no sólo desde la perspectiva del horror, sino de la belleza. “He atravesado las cortinas blancas: / ya sólo hay luz dentro de los ojos”, es el estremecedor final de El libro del frío. Un final que tiene el poder de helarnos y deslumbrarnos a la vez. Pero hablar de luz es hablar de conocimiento y de vida, y la poesía es hacerse responsable de la luz. Para Antonio Gamoneda la relación del poeta con el mundo no es de usufructo sino de asombro y responsabilidad, por eso en un poema de Blues Castellano define el amor como un “deber desconocido”. Sus poemas tienen algo de plegaria, de oración contenida. Nacen del desvelo y del miedo. “La claridad del miedo” nos dice Gamoneda, haciendo del miedo una forma de conocimiento. De ahí la dimensión mítica de su poesía, en cuanto evoca los conflictos esenciales del corazón humano, el conflicto entre los vivos y los muertos, entre lo privado y lo público, entre el presente y el paso del tiempo; y en cuanto el hombre es visto en ella como “naturaleza caída”, sufriendo el peso de una culpa de la que aún no siendo enteramente responsable tiene que hacerse cargo, como los protagonistas de las tragedias de Sófocles. Y, en el orden del lenguaje, el esfuerzo por suspender las convenciones de la lógica para dar cuenta de esa presión de lo desconocido.
Años después, en otra de las visitas a su casa encontré a Antonio Gamoneda fuera de sí. Estaba a punto de publicar el que iba a ser su libro más hermoso, el Libro del frío, y su editor Jacobo Siruela acaba de llamarle pidiéndole las pruebas. Pero él no se decidía a mandárselas. Aún veía problemas en alguno de sus poemas, y temblaba ante la posibilidad de poder entregar un libro que no fuera lo suficientemente intenso y sincero, pues para él la poesía era la forma máxima de su compromiso con el mundo y con los demás. Me recordó uno de los relatos de infancia de su libro Lápidas. En él un niño lleva en sus brazos un cordero negro. El cordero no arrebatado por la luz, sino grávido, descendiendo. Imagen del dolor, de lo oscuro y, por supuesto, de la poesía. Porque para Gamoneda el poeta no es solamente un testigo, sino alguien que debe asumir todo el dolor del mundo. “La desgracia de los otros entró en mi carne”, afirma la cita de cita de Simone Weil que abre su libro Blues Castellano.
Pero ese instante, el del niño avanzando con su cordero negro por la pradera, semejante al del poeta llevando su libro, es sobre todo el de la tristeza. La tristeza restituye el silencio, hace que las palabras se aquieten, que fluyan sus sílabas como lentísimas gotas. “Una canción que se instala en la lentitud”, escribe Antonio Gamoneda. Que en otro lugar anota: “Y aun eres pobre dulcemente en mí”, vinculando la pasión amorosa a la lentitud dolorosa de la plegaria y de las caricias.
Hace ahora un año, Antonio Gamoneda reunió su obra completa en un solo volumen, y eligió para él un título sorprendente, para ser suyo: Esta luz. “Sólo he querido hablar de la luz”, parece querer decirnos. Y, como prueba, sus últimos poemas están dedicados a una niña. El poeta del dolor, del frío, asiste enamorado al nacimiento y los primeros pasos en el mundo de su nieta Cecilia. “Eres como una flor ante el abismo. Eres / la última flor”, exclama. Y llevado de su pequeña mano pasea entre las cosas poseído por una confianza nueva. “Estaba ciego en la lucidez pero tú has hecho girar la locura. / Todo es visión, todo está libre de sentido”. A la luz cegadora del pensamiento opone ahora la fuerza dulce de la visión. Me recuerda aquellos versos de W. H. Auden: “El amor y la verdad deben ir de la mano, pero cuando esto no es posible es el amor el que debe prevalecer”.
La poesía es finalmente esa apuesta por el amor, aun a costa de la verdad. “No estás en ningún lugar y hablas con palabras cuyo significado desconoces. / Así es también mi pensamiento”. Ésas son las palabras de la poesía, palabras cuyo significado desconocemos pero que tienen el poder de hacernos percibir, más allá del sufrimiento, la belleza del mundo.