Cada mañana ponía en los arroyos acero

Cada mañana ponía en los arroyos acero y lágrimas y adiestraba a los pájaros en la canción de la ira: el arroyo claro para la hija dulcemente imbécil; el agua azul para la mujer sin esperanza, la que olía a vértigo y a luz, sola en el albañal entre banderas blancas, fría bajo la sarga y los párpados ya amarillos de amor.

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