“ANTONIO GAMONEDA y la poética del subdesarrollo español”, por FERNANDO R. DE LA FLOR

Fernando Rodríguez de la Flor.
Fernando Rodríguez de la Flor.

(Reproducimos un artículo publicado en la revista Ínsula, 736 (2008), 8-10)

ANTONIO GAMONEDA Y LA POÉTICA
DEL SUBDESARROLLO ESPAÑOL

Por Fernando R. de la Flor (Universidad de Salamanca)

El concepto de poesía lírica no se agota en la expresión de la subjetividad  a la que el lenguaje presta objetividad.
Th.W. Adorno

Poesía e historia (inmediata)…, esta vinculación arriesgada campeando en el exergo de una reflexión sobre la extensa obra de Antonio Gamoneda no dudo de que ofrecerá resistencias, incluso parecerá extraña y hasta disparatada, habida cuenta de la figura extremadamente enigmática y destemporalizadora de un poeta que parece reinar altivamente por encima de unos determinados momentos históricos, como si al atravesarlos los hubiera definitivamente anulado, presentándose su obra como el lugar de una conmutación de la referencia exterior, y ello en nombre de una articulación interna más secreta y más poderosa de todo lo que aquella primera pudiera ser o implicar.

Estas resistencias a admitir una dimensión histórica (y por lo tanto la identidad colectiva) de ciertos discursos crecen en realidad cuando se trata de la poesía de la modernidad en general, y son o parecerán todavía mayores, como digo, en el muy particular caso de una escritura cuyo disposición final es de carácter tan turbulentamente personal como para rechazar cualquier vinculación a un momento o a un período histórico preciso, como la de Antonio Gamoneda. Poeta, por otra parte, no es necesario remarcarlo, que sin embargo atesora la experiencia directamente vivida de cuatro climas históricos, con sus correspondientes cambios de paradigma interpretativo del mundo (Guerra Civil; Posguerra, Transición, Posmodernidad); y poeta que además ha podido alcanzar a vivir en el seno de una de las sociedades más avanzadas del Occidente, en la que más ha penetrado la desmemoria y la cultura del ultraliberalismo en su fase más espectacular y transformativa, habiendo partido de la destrucción generalizada, moral y material, que una (o la) Guerra Civil trae consigo.

Vida política de las palabras

Entonces, nos situamos ante el hecho de esta obra en cuanto monumento de escritura testimonial; es documento histórico. Lo que en ella se documente es el concepto suprapersonal de Edad: son “eras” (mundos de la vida), en realidad, y no edades personales lo que involucra el régimen de la misma, que en este último sentido se presenta como un discurso que sabe coagular los momentos de un imaginario colectivo sometido a cambios y a transformaciones que han resultado ser asombrosas e, incluso, desmedidas.

El poema pudiera ser así el único y acaso último testimonio viviente de los cambios y metamorfosis de lo político y lo social, algo por lo demás que quedó radicalmente transformado y finalmente olvidado en esta fase “líquida” (Baumann:2002) y “efímera” (Buci-Glucksman:2007) de la modernidad. El poema se convierte en el mejor dominio donde reconstruir una identidad cultural legítima y no pervertida en el que se deposita la más depurada memoria histórica. A través de esta operación, Antonio Gamoneda ha podido inaugurar una relación hasta cierto punto entre nosotros inédita con la historia, según la cual la obra no se presenta como correlato artístico de la vida política de una comunidad –que es, propiamente, la figura que construyó el romanticismo literario–, sino que, en realidad, lo que aquí instrumenta el poema gamonediano es, ciertamente, la emergencia de un desconocido, de una innominada figuración espectral de lo histórico. Una figura anamórfica de la memoria se dibuja; memoria monstruosa y exacerbada en lo espiritual y en lo anímico, que acaba por destronar el correlato objetivo, las narrativas normativizadoras que se habían posado sobre el turbulento pasado, que aquí vuelve con sus poderes disruptivos y desestabilizantes para recibir lo que es históricamente su última formulación en la forma de lo que será la imagen postrera y consumada de aquel tiempo.

Habitada de síntomas-tiempo, está obra de A.G. –sin mayor precisión en cuanto a libros, épocas o poemas– aparece dotada de los suficientes marcadores temporales que secuenciadamente y en pluralidad de perspectivas y motivos producen las recaídas del discurso en cronotopos específicos, sobre los cuales ya no circula prácticamente información social relevante en lo simbólico, pues, como ha escrito, pongo por caso –pero es un caso cargado de significación–, del 23 f Leopoldo María Panero, de aquello que en su día fuera vértice epocal e instante crítico y “peligroso” (en el sentido jüngeriano) : “Quedó sólo hoy, de aquel 23 f/ la espuma de la boca y de la noche”.

Consciente acaso de estas pérdidas, de estos olvidos estructurales al sistema del hoy, aquí el poeta, en cuanto historiador, lo que hace es literalmente “pasar” por su cuerpo lo sido hacia lo que será, logrando entonces crear esa zona de coalescencia de lo intemporal con el tiempo, que Elliot definía como el espacio propio donde opera la poesía. De este modo y en cierto modo, A.G. ha logrado construir una suerte de conciencia del territorio inquietante donde actúa la lógica de la discontinuidad y de la disrupción violenta de los planos históricos, que se presentan ante sí mismos como irreconciliables.

Esta convocación no es con todo tan abstracta como en sí misma parece, pues ocurre que el texto gamonediano cuaja en una serie de figuras o figuraciones, de las que mantendremos que en sí mismas soportan y conducen el conflicto, funcionando al modo de emblemas epocales. Antes que una sintagmática puesta en funcionamiento para producir cláusulas, el nivel más primitivo que se puede excavar en las tiradas líricas de A.G. saca a la luz una serie de imágenes (imagos) dotadas de una fuerza atávica que responde a una suerte de estatigrafía de los tiempos. Podemos suponer con certeza que en ellas se expresa el acoso de un pasado no resuelto, que clama por su representación.

Figuras, imágenes, llamémoslas también “fórmulas patéticas” (pathosformel) (Didi-Huberman:2002, 191-203), configuraciones del pathos social, que actúan entonces como verdaderos jeroglíficos temporalizados, cápsulas impresivas que contienen un saber acumulado por el cuerpo social, y que ese mismo cuerpo social puede ahora reconocer en el texto, pasadas o trasplantadas en la palabra poética.

Figuraciones estas, por otro lado, que los “discursos del cambio” y los ejercicios de desmemoria colectiva en que vino a incurrir la Transición habrían relegado a un completo olvido. Su retorno intempestivo busca el “shock”, la imagen viva del peligro, o, más bien, la imagen peligrosa misma, en la definición que de este tipo de imágenes ha hecho Franco Rella:

La imagen que relampaguea en el momento de peligro, el trauma de la memoria involuntaria, que da al historiador [aquí deberíamos decir: al poeta]  la mirada aguda de la crisis (Rella, 1992: 158)

El poeta alegórico

Nos movemos aquí en el territorio de la alegorización de la historia. En esta breve incursión por los terrenos de la conjunción entre historia y discurso poético (y también crítico) de A.G., desplegaremos la evidencia mayúscula de una escritura enteramente autoconsciente de los momentos epocales en que se construye su tapiz, asentándose así la idea de un juego dialéctico entre el interior hermético de estos versos y la realidad exterior, que cobra un rostro evanescente y espectral. Una facies, acaso “cadavérica”, cuando es invocada por el texto.

No existe, pensamos, una utópica emancipación del tiempo en aras de una interioridad tan fuertemente poderosa como para prescindir de sus anclajes. En todo caso, no se trata de reflejar lo histórico, antes bien la operación que involucra el lenguaje se apropia de lo histórico, lo funda en un sí mismo y lo constituye, dándolo a leer y abriéndolo a la inspección, situando en el mundo, como objeto coagulado de conocimiento y de un sentir acerca de él, aquello que estaba en trance severo de pérdida.

Eso por lo que se refiere a los propios espacios de composición de la obra, entenderemos aquí, por lo que pueda valer, y, también, por la otra parte que afecta a su trato con la historicidad, que A.G. es un poeta extremadamente consciente de sus tiempos de recepción, de los momentos en que su voz puede alcanzar a ser oída, y que para nada cumple esa figura que ha podido ser dibujada sobre él en alguna ocasión, según la cual el poeta está instalado de continuo en una discronía, en un tiempo propio, que en poco coincide con los tiempos de efectuación y climas sucesivos que se han ido instalando en el imaginario e inconsciente de nuestra sociedad española y, algo más allá de ella misma, hispánica. En este sentido, su proverbial retraimiento o retracción si bien nos asegura una desconexión con la marcha social, y una más que ambigua relación con las instituciones legitimadoras de la discursividad poética española, en cambio sí posibilita una más inteligente, profunda observación de la misma, y, sobre todo, asegura en el futuro una inscripción más firme. Pues escribir lo histórico no es más que escribir con relieve, con incisión: de nuevo: Lápidas. Siendo estas “lápidas”, sin duda, aquellas en las que el “Otrora encuentra el Ahora”, como escribiera Benjamin.

Mantendremos, para Gamoneda, una sutil precisión sobre la historicidad de su escritura. Toda obra, todo texto contiene un indicativo histórico que no señala solamente su pertenencia a una determinada época, sino que dice también que llega a su legibilidad en un determinado momento histórico. Esa hora de su legibilidad parece haber llegado, ciertamente (A. Gamoneda; F. R. de la Flor, 2006).

Según la perspectiva que ahora deseamos adoptar, en realidad pasa con esta escritura todo lo contrario a un desasimiento y una lejanía respecto al tono epocal. Una prueba de esta superior “sintonía histórica” la ofrece el propio devenir de la recepción conquistada en los últimos tiempos. Como la verdad en el relato mitológico, esa obra comparece en cuanto “hija del tiempo”; se revela en el tiempo, o, mejor, en los tiempos: tiempo de efectuación, tiempo de recepción; se abre en la historia, encarna procesos, no sólo evenenciales, como así puede resultar el de la propia Guerra Civil (de la que se alza como peculiar último testigo), sino sobre momentos del imaginario social vinculados a situaciones políticas, de cuya concreción y presencia en el poema daremos alguna prueba en lo que sigue. Si es que no aporta suficiente prueba de todo ello una final, aunque ciertamente muy demorada, colusión entre esta obra poderosa y enigmática y las instancias de legitimación y validación del campo, por un lado, y el mundo de los lectores a que aspira la poesía, de otro. Ahora sucede que, a la altura de 2007, la obra se ajusta a aquellos a los que le estaba destinada y constituían su horizonte de recepción en silenciosos decenios anteriores.

El poeta es un poeta “situado”, aunque eventualmente esa situación suya no coincida (he ahí su valor último) con el relieve del campo literario, sino con un zeitgeist o espíritu y movimiento profundo de aquellos mismos tiempos, cuya presencia en el poema es siempre sintomática, espectral, disimulada, encubierta. Fiel en lo sustantivo al tiempo y a los tiempos que le ha tocado vivir en su más que plural variabilidad, el poeta podría, en efecto, haberse desmarcado de algo, pero sólo de lo episódico y de lo superficial: llamemos entonces aquí episódico y bastante superficial, en efecto, al relieve y la muy deficiente cartografía de las representaciones al uso del campo literario español, en las que, en efecto, ahí sí, A.G. ha sido durante años la prueba viviente de que, por decirlo en evocación borgiana, el mapa no recubría la totalidad de lo que era el verdadero territorio. Construyendo una posición fuera de campo, revelaba lo que es la deficiente conceptualización a que ha sido tradicionalmente sometido ese campo, y, en realidad, simulacro mismo o maqueta de una situación general del arte verbal que no podía ser controlada por aquellos mismo que pretendían hacerlo.

Aquella historización y tenor profundo de la voz de Gamoneda que postulamos, juega en realidad sobre un friso de situaciones y un cambio de paradigmas a los que el poeta ha sabido ser especialmente sensible, mientras otros cruzaban umbrales y atravesaban stargates sin percibirlo apenas, y sin alcanzar a forjar de ello representación de autoridad alguna. O, peor que ello, consiguiendo tan vez tan sólo el recaer en una “apelación a la historia que se convierte en un ejercicio retórico, en intertextualidad delirante” (Castro Flórez, 2007:17).

El discurso de la huella

El poeta ha asociado su destino al de antiguos y propios climas. Podríamos decir: ha habitado aquellas atmósferas (letales) y auténticos invernaderos políticos, construyéndose a sí mismo en referencia a su mundo, del que deja testimonio y del que ofrece la masa desordenada de un saber muerto que se presenta en cifras alegóricas. Pues  puede suceder que, como ha escrito Sloterdijk:

Los hombres en términos simbólicos, siguen estando condenados a habitar en edificios antiguos; más aún, siguen viviendo en castillos con espectros, aunque creen residir en los edificios neutros de nuestra época (Sloterdijk, 2005, 86)

El poeta ha marcado miliarmente los giros profundos del imaginario a que ha asistido como un observador en lo que son sus cambios y transformaciones, viviendo intensamente lo que significa estar en la historia, adquiriendo una conciencia orgánica de la misma: lo que equivale a decir forjándose un cuerpo biopolítico desde el cual su voz profunda y gravemente habla, y dice lo social en una de sus modulaciones más graves, simbólicas, enigmáticas.

Hay una estrategia puesta en marcha por este hombre que vive en el Oeste peninsular: la empresa es la de la producción de su presencia, escandida a lo largo de largos años en los que podemos entender que su deber ha sido salvar el elan vital de los distintos pasados transcurridos, y conducirlos y llevarlos ante las nuevas situaciones por doquier generadas. En último extremo, podemos pensar que se ha tratado de construir y asegurar un lugar de escucha y audición para una voz, ella misma situada históricamente.

El trabajo o “arte de la memoria” (a ello se refiere A.G. explícitamente) aquí cumplido, no involucra un escenario atemporal e ahistórico donde un yo despliega sus efectos de pura presencia y de inmanente presente del que quiere dejar testimonio, sino que es un “arte político” en cuyo desarrollo el imaginario del pasado todo se ve confrontado a su presente y a su porvenir. De ese choque dialéctico de temporalidades diversas, lo que sobresale es el carácter fatal de lo histórico, ello aliado con una visión cíclica, retentiva que sustrae valores y niega aire y espacio a la illusio de progreso. Si fuera verdad que el poeta ha hecho suyo aquel lema místico, según el cual omnia mea cum me porto, entonces el poema también diría la verdad de una constitución fabulosa de los tiempos, según la cual, y en el sentido agustiniano (recogido luego por Elliot: “In my beginning es my end”), en el presente están los pasados y en el pasado está inscrito el porvenir.

La historia íntima de la poesía de A.G., para lo que de ella puede resultar al cabo singular y valioso en el espacio público,  pone a andar su reloj en el año 1975. Es en ese espacio decisivo, en ese momento hiperpolítico, cuando el poeta instrumenta un cambio de doble dirección que, si por un lado le aleja y le distingue del resto de trayectorias que por aquel entonces también eclosionan, por otra le hace extremadamente sensible al cambio acontecido, decidiendo que aquella parte del mundo que desaparece debe ser el objeto permanente ya de su canto y de su luto.

Es obvio, el poeta trabaja con un a priori: el del dolor. La historia se resume en tal palabra. En ella también se encuentra, por cierto, sustantivada la historia misma de la representación occidental, que queda por completo bajo la cubierta de un modelo cristiano de entender el mundo, y que engendra un resentimiento que paraliza, una incapacidad para abrirse al total de lo sensible (donde se hallan enteramente perdidas las huellas del placer y de la felicidad transitoria), y, finalmente, deviene en hábitos melancólicos. La pesadez del mundo y el hecho mismo de su drama gana definitivamente la partida a lo grácil y a lo aéreo que signa la ultramodernidad (Sloterdijk, 2005).

Renuente al mandato de olvido, como lenitivo y droga terapéutica que tal circunstancia histórica forzó en quienes acompañaban entonces con alegría inconsciente el cambio de edad, el poeta imprime con un punzón firme la inscripción lapidaria de unos tiempos que ya no se volverán a repetir, sino en las representaciones que de ellos mismos se hagan. Los tiempos fuertes del exceso histórico no merecen ser olvidados: los custodia, entre otros pocos y fundamentales ejemplos, el lenguaje forjado como un arma por este caballero de las inactualidades que es A.G.

Desobediente al eslogan que dictamina que el presente es la referencia esencial de los individuos democráticos, A.G. rehúsa centrarse en esta temporalidad fuerte y modula su despliegue verbal atendiendo más a las llamadas del pasado, mientras en la última fase de su obra, establece una escritura del plazo futuro que se relaciona con el fin y con la emergencia de la muerte, ejecutando así una suerte de bucle que, desde luego, tiene como pulsión vertebradora la acedía, la melancolía.

La contradanza que todos estos inteligentes movimientos ejecutan se deja leer como eco de una actitud intempestiva, agudamente vitalista. Desencuadrado o desenfocado del campo de maniobras literarias, hasta el punto de haber podido sortear su estabulación en el marco rígido de las generaciones o tendencias, la preocupación y el empleo máximo de este poeta parece ser la vida misma, de la que ha bebido a grandes tragos. Frente a los críticos que lo señalan como un hombre hecho, sobre todo, de palabras y embebido y enfermo de literatura y precedentes más o menos ocultos, hay que decir que su historicidad empieza  a funcionar en cuanto su construcción más poderosa y secreta reposa en un muy propio y singular mundo de la vida y se escande en los modos muy sofisticados de una “producción de la presencia” que le han podido llevar, sin alterar un ápice el programa de su conducta y de su “estar”, desde la opacidad y la desatención que cayeron sobre él en el pasado,  hasta la celebridad misma y la visibilidad absoluta que hoy alcanza.

Respecto a esto cabe advertir que, aun cuando la hermenéutica de la obra gamonediana tiente sobremanera y en general desafíe a la crítica –especialmente a la generacionista y agrupada que domina en el país–, acaso sea pertinente trazar  algún día lo que ha sido la recepción del poeta en su espacio propio de escucha, considerándolo como lo que en realidad es: un tejido en sí mismo, vale decir, un texto. Leyendo ese texto, que es la historia misma de la recepción de los textos de A.G, se habría dado un paso determinante para la construcción de un saber del campo literario español, de su avatares y de la interacción compleja que domina en él y que se desarrolla en el eje mismo de la historia.

Precisamente en ello se inscribe todo lo que es relativo a un modo peculiar del poeta de gestión temporal. Sin precipitarse en una vivencia aguda de la aceleración posmoderna (Kosselleck, 2003), que configura una marca de resistencia de primer orden en nuestro tiempo, de algún modo sometido al principio de no “dar el tiempo” (Derrida), Gamoneda retuvo del principio del transcurrir lo que al cabo mucho importaba de él: su paso, su rarificación, su lentitud, dependiente en todo de los dos espacios que el poeta ha querido conocer y dominar en su fisicidad concreta: el viejo espacio del campo y de la ruralidad, de la que es especialista máximo por cuanto se nos aparece e incluso se nos vela como el más sutil y críptico de sus conocedores, y el de la vida de provincias, sedente y concentrada, a la que propiamente podemos denominar “vida espiritual”, está última abonada por una virtualidad que precisó en lejano día un Azorín, cuando declaraba que en la vida de estas pequeñas ciudades provincianas era el único lugar donde verdaderamente se sentía “vivir la vida”. Haciendo entonces de los escasos habitantes de estas ciudades, que estuvieron en profunda hibernación durante cuarenta años, unos soberanos maestros de vida.

He aquí el significado del rescate histórico de un tiempo depravado y hundido, del que el poeta extrae un concepto a su vez decaído también, el cual opone decididamente a los fulgores y axiologías prácticas de la posmodernidad. Entonces, verdaderamente, la “modernidad velociferina” es acosada por las sombras del tiempo del subdesarrollo.

De ambas matrices vitales se ha apoderado y hecho suyo en exclusiva el discurso gamonediano, de manera tal que en la época de las megalópolis y de las conurbaciones; en el momento en que se vive en la superficie y piel misma de los acontecimientos, el poeta se alza como testigo único autorizado que habla de lo que subsiste a la experiencia posmoderna, pero que no conforma zona ya alguna de esa experiencia. Postularemos que es el subdesarrollo (Navarro, 2006), su imaginario al completo lo que en ello queda comprometido a encontrar su representación, su figura.

Allí emerge el “animal”, una figuración de la memoria; el animal como presencia obsesiva e interrogadora que todavía no se retira a sus espacios de cosificación; allí también comparecen el sentimiento de la madre, el del cuerpo encofrado y, dicho en términos unamunianos, del “cuerpo de piedra”, constreñido en sus libidos fundantes, junto a figuras de un arcaísmo cuya mera convocación en nuestros días constituye por sí misma el modo activo de hacer presente la historia, precipitándola a explotar en el seno de una confrontación dialéctica con aquello que ha venido a suplantarla. Vale decir aquí, sólo como elección al acaso, que la figura por Gamoneda convocada de la pobreza (a la que ha dedicado su más importante intervención pública con la concesión del Premio Cervantes), contrasta escandalosamente y disiente con la fertilidad y la plusvalía en el medio de la cual se sitúa hoy una sociedad regida por el bienestar. Entonces, la mera convocación de la escasez y la carencia constitutiva como elemento configurador de la historia española inmediata, y como presencia que ya no se quiere abandonar nunca, cuando se ha disfrutado de la paradójica riqueza que su posesión trae al espíritu conturbado del hombre, resulta ser el mensaje mismo de la obra, la cual juega demiúrgicamente así a contrastar mundos de la vida y hacerlos enfrentarse, preguntándose por su constitución propia y por la gravedad específica que cada uno de ellos representa frente al otro.

Teatro de los tiempos

Teatro de los tiempos…, justamente, en el que las grandes figuras del espíritu ejecutan su danza dialéctica, y en ellas lo que se representa y toma forma en el texto de Gamoneda es el gran enfrentamiento entre dos momentos mayores de la historia, los dos atravesados por el poeta: el subdesarrollo en que se hunde la memoria del pasado, y el pleno desarrollo, la sociedad del bienestar, hacia el que se avanza en el porvenir. Ello marca dos vivencias del tiempo que se situarán en confrontación mutua como fondo del texto: la experiencia de la detención y el estancamiento temporal que el franquismo impuso a las vidas bajo su régimen singular, y, por otro lado, la precipitación y aceleración de nuestro mismo tiempo de ahora, en el seno del cual el poeta actúa como uno de sus agentes más vivaces y comprometidos con su hora de ahora. Antonio Gamoneda introduce estrategias locales y retentivas en el seno de una situación desbordada, en una “modernidad desbordada” (Appadurai, 2001).

Las dos vivencias condicionan fuertemente el imaginario de la recuperación, generando en A.G. el presentimiento de un desenlace y fin de una trayectoria que asume en cada momento sus tiempos vividos. El esfuerzo y la tensión, si se mide en toda la profundidad histórica de lo atravesado, ha sido mayúscula para llegar al fin donde se ha llegado (aun cuando no estuviera previsto desde luego ese itinerario: “este no es mi lugar, pero he llegado”).

La virtualidad de las tiradas líricas del poeta Antonio Gamoneda está enteramente confiada a esa capacidad de que la profundidad de lo convocado se abra paso hasta un presente, donde ni está inscrito y ni siquiera se esperaba tamaña desmesura en la emergencia de un estrato tan hondo. En el mundo de las cosas de las que se ha retirado el calor (Benjamín dixit), he aquí que el poema recarga de electricidad y poder sus figuras centelleantes y lumínicas. Así resulta con la insistencia en una espectografía del dolor, de cuya intensidad acaso desde Leon Bloy no teníamos noticia discursiva, y, en cualquier caso, de la que desde los tiempos de la ascética no habíamos vuelto a tener en esta lengua mayor procesamiento discursivo. Ya se ha insistido críticamente en la aportación que A.G. hace a este campo cuyo retroceso en el imaginario actual es, quizá, el acontecimiento mayor en una cultura ya definitivamente orientada hacia el placer, el hedonismo y el espectáculo. Asociado al dolor, nos interesa más, por inquietante, lo que podríamos definir como los “paisajes de la culpa”, estos son consustancialmente históricos, están vinculados a vivencias existenciales, y se extienden por todo un registro de representaciones generacionales traumatizadas por la cultura del subdesarrollo y de la guerra. Más en concreto, el asunto afecta a la vida moral e intelectual bajo el totalitarismo (y valga en este caso la apostilla de totalitarismo “franquista”), y puede traducirse, como hizo Jaspers cuando abordó el tema, como “responsabilidad”. Al hacer presente todo eso, el propio texto se convierte en una llamada comprometida, en  un peligro –que muchos sortearon– , acaso también en un veneno, materializando expresivamente el dictum de Cioran: “Por encima de todo, un libro debe constituir un peligro”. La incomplacencia con el “yo” poético. Su, llamémosle, “cuestionamiento” es una peculiaridad absoluta del discurso gamonediano, que autoinflexiona sobre sí con el objeto de juzgarse en cuanto construido por el propio mundo de referencia.

Es, entonces, esta perspectiva de profunda dialéctica temporal, la que nos parecen ser el secreto todo del efecto de sorpresa y novedad que la textura gamonediana nos ofrece en esta hora abastecida enteramente de otras figuraciones y de un bien poblado inconsciente social, donde reina ahora el hedonismo y la distracción generalizada, y donde un paso más allá de ello los sujetos se des-responsabilizan (a menudo por la vía rápida de una fácil condena generalista) de los valores que rigen y determinan la situación de mundo en cuyo centro anidan. Así, frente a la proliferación de voces autoritarias que parecen conocer el mundo, y que sobre él proyectan su propia potencia de definición y de captura y presa autosatisfecha, haciendo exhibición de su “experiencia” (de mundo); frente a las operaciones del conocimiento que revela lo presente y presta certezas de futuro, el poeta en León utiliza una suerte de impotencial, que no teniendo expresión propia en las lenguas europeas llena sin embargo sus desarrollos verbales de la precisa connotación de que algo en efecto se está realizando, pero que su realización conduce –y en ello está inscrito– su propio fracaso y empresa de deshacimiento. La experiencia de la radical pobreza y del hombre mismo como ser-de–carencia inscribe esta textualidad en un ciclo mayor de la historia nacional, aquel sumido en unas condiciones de subdesarrollo que determinan y condicionan el imaginario del poeta Antonio Gamoneda.

Verdaderamente: Intra historia  –podríamos versionar– nulla salutem.

  • Bibliografía
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  • Peter SLOTERDIJK, Esferas. III. Madrid, Siruela, 2005.
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